Charlatanes y calladitos
[1] Los que hablamos mucho tenemos una gran facilidad de palabra y lo hacemos a gran velocidad; somos
llamados verborrágicos, conversadores o charlatanes. Y ya va siendo hora de separar los tantos, no
confundir las cosas y poner los puntos sobre las íes.
Verborragia suena a hemorragia, lo cual es altamente desagradable. El verbo, o sea, la palabra, don
[5] sagrado 5 que el hombre ostenta como gran diferencia con las bestias, cuando es usado como escudo de la
mentira, la intriga maliciosa, el chisme degradante o el engaño puede y debe ser calificado como una
especie de catarata sin sentido. Por otra parte, una cosa es conversar y otra hacer el verso; una charla es
algo informal e íntimo, que requiere conocer mucho al otro, lo que es muy diferente de parlotear como un
loro borracho dando opiniones no suficientemente meditadas. Esto último puede definir al charlatán.
[10] Todas estas facetas negativas del exceso verbal y del abuso de la palabra se asocian
indiscriminadamente con los que hablamos mucho. Ya se sabe que una imagen vale más que mil
palabras, pero por más que miremos estremecidos la imagen de niños desnutridos, sin dientes y con el
vientre hinchado, necesitamos hablar, y mucho, para explicarnos las causas de semejante horror.
Hubo de parte de los críticos y teóricos del cine, allá por la década del sesenta, una excesiva valorización
[15] de la imagen sobre la palabra, muy razonable por un lado, pues el cine es un arte absolutamente visual,
pero, como todas las exageradas generalizaciones, no era del todo exacta. Ingmar Bergman, poderoso
maestro del cine, usaba el texto para definir a sus complicados y torturados personajes, lo
complementaba con imágenes inolvidables en ese blanco y negro de violentos y expresivos contrastes,
semejantes a los claroscuros de las pasiones que anidaban en la psiquis de esos atormentados seres.
[20] Woody Allen, artífice privilegiado de una comedia trágica o de una tragedia cómica, necesitaba grandes
tiradas de diálogo, muchas veces errático y absurdo, para hacernos reír de la desgracia y para
reconocernos en nuestras contradicciones y en los enfrentamientos con amigos, terapeutas y parejas.
Otros genios del cine, como Robert Bresson, preferían la parquedad, el silencio y la introspección, dando
a la imagen una preponderancia absoluta. Lo mismo hizo otro importantísimo realizador como
[25] Michelangelo Antonioni, y el gran Federico Fellini alternaba magistralmente palabra e imagen. Las joyas
del cine mudo, desde los geniales cómicos Chaplin y Buster Keaton hasta intensa gravedad de La pasión
de Juana de Arco, de Dreyer, demostraron que sin palabras se puede hacer reír, llorar y entender los
mecanismos más recónditos del alma humana. Por lo tanto, el don de la palabra es una bendición y
también una responsabilidad social, ya que muchas veces somos prisioneros de nuestros dichos y cuanto
[30] más prediquemos más obligación tendremos de ser coherentes y no incurrir en contradicciones.
¿Y los callados, los parcos, los muditos?, tan elogiados por una gran parte de la humanidad y tan
prestigiados casualmente por el lugar común que es ese prejuicio de que cuanto menos se hable más se
entenderá. Bien, no tiene nada de malo ser prudente y cuidadoso, pero este viejo zorro que firma
desconfía un poquitín de los Poncios Pilatos que se lavan las manos, no por higiene sanitaria, sino por
[35] indiferencia o poco criterio. Prefiere, y perdón por la parcialidad, la gente que se arriesga, que habla, que
detalla, que trata -a veces sin éxito, es cierto, pero al menos lo intenta- de no pasar por esta vida sin
aportar opiniones, soluciones o, al menos, observaciones de lo que pasa en su entorno social.
Así que ni charlatanes, ni conversadores, ni verseros, ni chantas, ni siquiera verborrágicos a la violeta,
sino seres con unas características que pasan por la oralidad expresiva y la claridad de conceptos
[40] básicos. ¿O acaso no es el mejor elogio para nuestra mascota decir de ella que es tan inteligente que sólo
le falta hablar?
Autor Enrique Pinti. Publicado en el periódico La Nación, domingo 02 de enero de 2011.
La expresión más adecuada para substituir “y poner los puntos sobre las íes” es