Por qué olvidamos los libros que leemos
Recordamos dónde leímos aquella obra, o cómo era la portada. Pero nos suele costar más evocar el argumento.
Es bastante frecuente recordar los lugares en
los que se ha leído: sobre la toalla en la playa y
cerca de unos pinos; en unas gradas en un parque
de atracciones; en un apartamento mínimo; en la
[5] habitación desde la que se oía el tren; en la mesa
de la cocina de la casa familiar. Sin embargo, cuesta
un poco más recordar qué libro se leyó en qué lugar,
quién era el autor, o el argumento. Aunque a veces
se recuerda que tenía la portada roja o que era una
[10] edición de bolsillo.
Es decir, conservamos recuerdos de la sensación
física de leer, pero menos de lo que se ha leído. “Casi
siempre me acuerdo de dónde estaba y me acuerdo
del libro. Me acuerdo del objeto físico”, le dijo Pamela
[15] Paul, editora de The New York Times Book Review,
a Julie Beck en un reportaje en The Atlantic. Sigue:
“Me acuerdo de la edición, me acuerdo de la portada,
suelo recordar dónde lo compré o quién me lo dio. Lo
que no recuerdo —y es terrible— es todo lo demás”.
[20] “Lo que más recuerdo de la colección de cuentos
de Malamud El barril mágico es la cálida luz del sol
en la cafetería los viernes en los que la leí antes del
instituto. Le faltan los puntos más importantes, pero
es algo. La lectura tiene muchas facetas, una puede
[25] ser la mezcla indescriptible, y naturalmente fugaz,
de pensamiento y emoción, y las manipulaciones
sensoriales que ocurren en el momento y luego se
desvanecen. ¿Cuánto de la lectura es entonces una
especie de narcisismo, un marcador de quién eras y
[30] de qué estabas pensando cuando te encontraste con
un texto?”, escribe Ian Crouch en The New Yorker a
propósito de leer y olvidar lo leído.
Hay afortunados que son capaces de recordar
las tramas de películas, series y libros, pero para la
[35] mayoría, como escribe Beck, es “como llenar una
bañera, sumergirse en ella y luego ver cómo el agua
se va por el desagüe: puede dejar una fina película
en la bañera, pero el resto ya no está”. Hay algunas
razones científicas para explicar esto, y tienen que
[40] ver con lo que se llama “curva del olvido”, que es la
velocidad con la que olvidamos algo, y que es más
intensa durante las primeras 24 horas después de
haber aprendido algo, a no ser que se repase. Eso
explicaría que los libros que se leen de un tirón, o
[45] las series que se devoran de una sentada, se olviden
más fácilmente: no se ha hecho trabajar a la memoria
de recuperación.
De hecho, se sabe que quienes consumen
una serie viendo un capítulo a la semana o al día la
[50] recuerdan mejor que quienes la ven entera en un día.
Leer un libro de un tirón a veces supone olvidarlo antes
porque solo está funcionando la memoria de trabajo,
no hay repaso. En parte siempre ha sido así, pero
según Jared Horvath, investigador de la Universidad
[55] de Melbourne, al que cita Beck, “la forma en que
ahora se consume información y entretenimiento
ha cambiado el tipo de memoria que valoramos”. La
memoria de recuperación es ahora menos necesaria,
en parte gracias a Internet, y en cambio, para Horvath,
[60] la memoria de reconocimiento es más importante. La
posibilidad de tener el acceso a la información hace
que no haga falta memorizarla. Eso lo da Internet, la
gran biblioteca global, pero también algunos de sus
antecesores, como los libros, los casetes o los VHS.
[65] De hecho, Sócrates ya se mostró en contra del “uso
de las letras”, como una suerte de memoria externa
que iba a hacer que no se memorizara. Hoy sabemos
de esa reticencia del filósofo frente a la letra escrita,
y de todo su pensamiento, gracias a los diálogos de
[70] Platón, que quedaron recogidos por escrito.
En Contra la lectura, la profesora y ensayista
Mikita Brottman recupera este fragmento de El
tiempo recobrado, de Proust, un gran explorador de
la confluencia entre lectura y memoria: “Un libro que
[75] leímos no permanece unido para siempre solo a lo que
había en torno a nosotros; sigue estándolo fielmente
también a lo que nosotros éramos entonces, y ya solo
puede volver a ser sentido, concebido, mediante la
sensibilidad, mediante el pensamiento, por la persona
[80] que éramos entonces”. Brottman también cita las
memorias de Azar Nafisi, Leer Lolita en Teherán,
donde escribe: “Si un sonido pudiera guardarse entre
las páginas del mismo modo que una hoja o una
mariposa, diría que entre las de mi Orgullo y prejuicio,
[85] la novela más polifónica de todas…, está escondido,
como una hoja de otoño, el sonido de aquella sirena
[antiaérea]”. Esa relación con los libros leídos y a
veces olvidados explica la existencia de las memorias
bibliófilas. El libro de Brottman pertenece en parte a
[90] ese género, Leer Lolita en Teherán, completamente.
Es un género que tiene su propio acrónimo: Bob,
book of books.
Pamela Paul lleva el suyo desde los 17 años.
Sobre ese diario de lecturas ha escrito My Life with
[95] Bob: Flawed Heroine Keeps Book of Books, Plot
Ensues [Mi vida con Bob: la heroína defectuosa
guarda el libro de los libros, sigue la trama]. Según
recogía un artículo en el Financial Times, estamos en
un buen momento para las bibliomemorias. […]
Texto adaptado de Aloma Rodríguez, publicado en El País, el 24/07/2018.
El texto afirma que